jueves, 16 de octubre de 2014

A mis 29


Sucede que hace poco cumplí 29. Sucede que, según los expertos, estoy a un año de entrar en lo que será la mejor década de mi vida. Maravilloso que así sea.

Sucede, también, que la mayoría de los mensajes de felicitación llegaron en modo de códigos binarios transformados en SMS, posts en mi muro de Facebook o frases por Whatsapp. Sucede que buena parte de esos mensajes no pudieron ser llamadas porque ya no estamos en las mismas latitudes. Porque cada vez más se me está yendo mi gente.

La pasé bien. No puedo negar que la tranquilidad del día de mis nuevas primaveras me dio tiempo para pensar en muchas cosas. No puedo negar que esos mensajes me sacaron sonrisas, porque al menos supe de gente a la que ya no tengo cerca.

Pero estoy un poco rota por toda esta situación. Dentro de poco se me va uno de mis más grandes afectos, un compañero de esos que son de vida, aunque sea poco el lapso que tenemos caminando un sendero parecido. Yo evado, porque, como buena venezolana, no estoy lista para asumir la realidad: yo no estoy preparada para lo que va a implicar separarme de ese ser. No saber de él, no ensayar con él, no tenderle la cama después de que se haya quedado a dormir en casa. Porque él tiene su espacio reservado en mi cuarto.

Mi mejor amigo se va del país. Y cada día escucho más esta frase. Cada día veo más lágrimas contenidas. Cada día soy testigo de ese éxodo inminente, reflejado, incluso, en el tráfico caraqueño.

Ya no hay tanta cola en la mañana, a menos que sea por un choque. Ya no hay tantas horas pico. Antes salía dos horas antes para recorrer la ciudad de un extremo al otro, ahora sólo me tardo una. Ahora siento que somos la mitad de una ciudad. O la mitad de una mitad, de una mitad, de una mitad. Somos un pedacito.

En eso nos hemos ido convirtiendo. En un pedacito de algo que una vez fue. Y no culpo a quienes deciden irse, así como tampoco juzgo a quienes apuestan por seguir pegados al suiche de la luz, hasta que no quede más remedio que apagarla.

Por lo menos una vez a la semana escucho, de personas diferentes, sobre planes de partida. Y luego viene una pregunta que me paraliza sin remedio: “¿Y tú qué vas a hacer?”. No lo sé, honestamente. 

Siempre he tenido problemas con el tema del desapego, y despegarme (y despedirme) de tantas cosas conocidas, me cuesta un montón. A mí los despechos me duran siglos, y nunca he tenido una relación que dure más de tres meses. No puedo explicar lo que implicaría un divorcio de una suerte de matrimonio que ha durado 29 años.

Pensé todo esto mientras estaba sentada en un banco de la universidad que me formó como profesional. Esa misma en la que hace 12 años celebré mi cumple, con una misma persona que me ha acompañado en las buenas y en las malas. Pero me faltó gente, me faltaron voces, chistes, abrazos de verdad y no virtuales. Y cada día los gestos de afecto son más virtuales que reales. Y eso me asusta un montón.

No me asusta tanto como la inminente inseguridad que nos afecta. Como la escasez. Al fin y al cabo, la tecnología nos acerca al mismo tiempo que nos deshumaniza, y esa es su gran contradicción. Y los entiendo. Entiendo a todos y cada uno de los que se han tomado la foto en el piso del maestro Cruz Diez. Y sé que les esperan muchas cosas buenas, pero yo los voy a extrañar.

Siendo actriz, me he dedicado a sentir de más, a hacer amigos muy rápido, porque la naturaleza del trabajo implica una convivencia intensiva que hace que los procesos se aceleren un poco más. Tal vez por eso extraño de más también.

Yo la pasé bien en mi cumpleaños. Pero me faltaron voces, horarios sincronizados, abrazos de pieles que en algún momento fueron mi refugio. Y ahora sé que debo agregar uno más a la lista.

Y nos burlábamos del documental de los sifrinitos del Este del Este. Y cuando nos tocó cerca, demasiado cerca, nos quedamos callados, porque así somos los venezolanos. Jodemos un buen rato y hacemos chistes que incomodan al otro, hasta que vivimos lo que vive el otro.

Todo esto es un gran silencio incómodo de un chiste muy inapropiado.


miércoles, 20 de agosto de 2014

#NotTrendy

MTV, en algún momento de la vida, fue, en efecto, un canal de música. De ahí su nombre (Music Television). Luego todo se derrumbó. Comenzaron a "documentar" la vida de siete extraños, seleccionados para vivir en una casa/casino/churuata/apartamento de misión vivienda o lo que viniera al caso, y ahí el asunto fue en detrimento.

Poco queda de aquel canal innovador que, en su momento de gloria, tuvo la dicha de ser el pionero por su irreverencia y programación, principalmente musical. Digo que queda poco porque lo único que se asemeja al pasado son los fulanos premios anuales que tienen para música y cine, y que dejan mucho que desear de aquellas entregas en donde Britney compartía saliva con Madonna. Ahora... bueno, ahora tenemos a Miley con su trasero poco tonificado y sus colitas... Y su lengua, siempre su lengua.

Luego vinieron otro tipo de realities. Cada vez más absurdos. Y luego vino Jersey y todos los Shore. Próximamente, habrá un Acapulco Shore, porque "Protagonistas de Novela" no fue suficientemente humillante.

El asunto que vengo a tratar hoy tiene que ver con el daño que nos han hecho estos programas. Ya se ha dicho demasiado, y lo sé, estoy absolutamente consciente de ello. Pero es que ahora hay otro tipo de reality: El hashtag. Si los realities servían para lanzar a una persona X a la fama, los hashtags ayudan a alimentar el ego de quien decide poner algo así como "#cool #tagsforlikes #yolo" en una foto de un gato usando lentes de pasta. 

Para cada día de la semana existe un hashtag predeterminado, inventado no me pregunten por quién. Por eso no los utilizo. 

El #lunesdedarleanimosalmundoparairatrabajar
El #martesdetodaviasigueeliniciodesemana 
#miercolesdeganarseguidores
El #tbt (Throw Back Thursday, que me tomó años en descifrar) 
El #FF (Follow Friday) 
Y los fines de semana se destinan al #party #cool #rumbita y afines. 

Yo los uso para promocionar las obras en las que participo, o las que me parecen interesantes, y ahí no lo niego, pero cuando comenzamos a escribir con un signo de numeral antecediendo cada palabra... Ahí ya comenzamos a evaluar la posibilidad de ser enviados a una confortable habitación acolchada y blanca, con un caluroso suéter que nos amarre los brazos.

Porque no es posible que tengas la necesidad de hablar/escribir como si tuvieses hipo. El numeral es como una pausa loca que haces cuando estás escribiendo, y sólo lo haces para obtener más likes.

Yo me emociono cuando tengo más de diez. Y también me histerizo porque no sé cómo quitarle las notificaciones a mi celular, entonces, si tengo diez "me gusta" en menos de media hora, esa fulana pantalla no deja de iluminarse, y eso a mí me estresa. No sé cómo hará el asistente de Madonna (porque evidentemente ella no carga con su celular encima) para soportar tantas vibraciones del aparato al día.

El asunto con el hashtag es que buscamos la fama y el reconocimiento a través de un símbolo que tiene demasiado tiempo existiendo. Y eso lo aprendimos de los programas "realistas" de cadenas de televisión, como MTV. La prioridad de la mayoría de los usuarios de las redes sociales es tener cada vez más seguidores (vamos, que para eso uno se inicia en ese mundo, para poder seguir gente interesante y considerarse lo suficientemente atractivo como para que los demás te sigan).

El Harlem Shake fue así de viral porque las personas que lo versionaron buscaban reconocimiento. Lo mismo sucede, en muchos de los casos, con el Ice Bucket Challenge. Muy bien por la causa, muy bien que haya sido efectiva, pero puedo asegurar que buena parte de las personas que lo han hecho se graban con una posible causa de hipotermia porque les parece divertido. 

Entonces el mundo se va convirtiendo en un lugar más banal, que considera apropiado seguir a los demás por simple moda, sin preguntarse cuál es el origen de aquello que siguen, dicen o escriben. De cada diez personas a quienes les he preguntado, diez ignoran por qué es que les dio por usar mostachos como leit motiv de sus accesorios, o bien, no han investigado por qué es que a la gente le dio por decir "Jebús" en lugar de "Jesús", en ciertas frases. 

Nos hemos convertido en un montón de signos numerales y arrobas. Pareciera que estuviésemos compuestos de Gigabytes en lugar de estar formados por células vivas. Los robots, eventualmente, la tendrán fácil. O aparecerá Neo para darle ctrl+alt+supr al teclado, y que se resetee La Matriz. 

Apoyo a quienes se hacen eco de las redes sociales para aprovecharlas de forma inteligente. De hecho, aquellos que las han sabido utilizar lograron crear un nuevo puesto de trabajo, que paga mucho mejor de lo que esperarían. Pero reniego del comportamiento tipo oveja con perro al lado que la lleva a donde él decida, no donde ella quiera. 

Ya veremos cuál será la próxima moda. Entre el planking y las selfies todo es posible.  Por lo pronto la gente juega a ser Elsa (la de Frozen) porque es demasiado #trendy. Y felicito a aquellos que lo hacen porque investigaron de qué va el asunto. Esperemos, por otro lado, que las unidades de emergencia y neumonología de todos los hospitales del mundo la tengan suave durante esta temporada. 

martes, 12 de agosto de 2014

Volviendo

Tengo tiempo pensando en cómo volver a esto de escribir en mi espacio personal. Tengo rato buscando temas que puedan ser interesantes, algo que decir. 

Hace unas semanas, una de mis abuelas tuvo que ingresar a una clínica porque tenía un aparente problema respiratorio. Cuando llegas a los 90 y tantos, hasta la gripe asusta (al resto, a quien la sufre no tanto, porque ya no estás tan consciente de lo que sucede a tu alrededor). La llevan a la clínica y resulta que su marcapasos se descontrola por una arritmia. 

Le sumas a esto que la señorita, que en otros tiempos hacía la mejor torta del mundo, tiene el corazón demasiado grande. Y eso, al parecer, es un problema. Médicamente, tener el corazón grande inevitablemente hará que dejes de existir. 

La situación se torna tan teatral que se me hace increíble. Mi abuela tiene el corazón demasiado grande, y eso te puede matar. Es un mal de familia, hereditario. Su hermano murió por eso. 

Comienzo a mezclarlo todo, porque yo hago eso cuando ciertas cosas me afectan demasiado. Las mezclo. Mezclo la grandeza de corazón de mi abuela con mis frustraciones y miedos. Y me digo que capaz tengo eso, porque no hay forma ni manera de haber querido tanto a ciertos seres, y haber sufrido de esa forma (así de mártir). 

Me pregunto cuándo es que se detiene el miedo. Porque no soy la única. Porque es una palabra con demasiada recurrencia en los últimos días. Puede que sea un asunto de edad. La llegada al tercer piso, y esas tonterías que se inventan los que venden tarjetas Hallmark para poder vender más productos, o pastillas, o ropa, da igual. Tengo dos años con mucho miedo. Miedo a caminar sola por la calle, por el metro, sentada en algún medio de transporte público. 

Quiero una historia bonita, y eso, al parecer, también me da miedo (los psicólogos y sus certezas). No temí por nada cuando vi el fin de un daño de cinco años de duración. El llanto era el del ego, demasiado herido. Me da miedo quedarme, me da miedo irme. Perder el miedo implica, también, perderme un poco. Temo por esta soberana incertidumbre, y leo y releo el nombre de este blog, de esta taguara de ideas variopintas, y me digo... ¿Cuándo será que comienzas a aplicarlo, Patricia?

Vuelvo a la idea del corazón grande y su carácter hereditario. Por los menos dos personas piensan que lo tengo mínimo, y por más perdón que les pida, sé que no me van a creer. Yo tampoco le creo a quien me jodió un poco la vida. No tuve miedo al volverme a conseguir a esa persona, eso es algo. 

Me doy cuenta de que del único miedo consciente que no padezco es del escénico. Pero sí me aterra perder la escena. Me pongo demasiado intensa, me expongo, hago que los demás teman porque soy "increíble". Corren lejos porque doy miedo. Y respiro una y otra vez pensando que no sé qué tamaño tiene mi corazón. 

Me reencuentro con mi intensa enclosetada. Le pido perdón. Ella sí me cree, y entiende por qué es que no la saco tan seguido (o al menos no se burla por creer que la saco poco, ella sale cuando quiere). 

Me lo repito una y otra vez. Bájale dos, Patricia. Nadie escucha bien cuando el audio satura. 

viernes, 25 de abril de 2014

Diccionario alternativo para supervivencia laboral



Después de cuarenta y dos años de ausencia, he vuelto a mis andanzas. Como es costumbre, he abandonado la escritura por falta de tiempo. Porque a mí me gusta complicarme la vida, y como ser artista sensible no es suficiente, entonces me lleno de mil vainas que hacer, para no aburrirme tanto. Porque el estrés, según mi mente psicópata, es divertido.

Estoy involucrada en muchas obras de teatro, o por lo menos para mí son muchas. Y le agradezco profundamente al escritor de mi vida que me haya puesto en esta situación. No conforme con eso, sigo de profe, además de mi trabajo (el que me da, medianamente, dinero para subsistir). Entonces yo no tengo tiempo de nada. En serio, no lo tengo.

La mayor novedad en este momento es mi trabajo. Yo no sirvo para las oficinas, pero este que tengo ahora me hace muy llevadero el asunto, porque está lleno de gente contemporánea conmigo, y que entiende que yo soy actriz antes que cualquier otra cosa. Raros en su especie.

El asunto con este laburo es que está lleno de gente cool, porque la gente cool siempre estará de moda.

Yo siempre he dicho que yo no soy cool, nunca lo seré y no me llevo con la gente cool. Pero estos especímenes me caen muy bien. Y nada tiene que ver con el hecho de que me den dinero para mantenerme, o intentarlo.

De un tiempo para acá, lo cool es ser raro. Por lo tanto, yo decidí ser normal. Y tan de moda estoy en la vida, que llego treinta años tarde a reflexionar sobre el tema. Yo siempre he escuchado el mismo tipo de música, me gusta el merengue y poco conozco de los grupos indie, hipster, o cualquiera de las etiquetas que se le quiera dar a la gente que canta como un pajarito recién nacido. Los disfruto cuando los oigo, pero no soy una maestra en el tema. Yo escucho a Sabina, que parece un zamuro a medio morir.

El asunto que a mí me perturba con este tipo de gente, es su propia versión del idioma. Palabras como “chill”, “bro”, “perro”, “fluir/fluye”, “vacilar”, “tripear”, “canalla”, “dark”, “brutal”, “debilitante”, “full”, etc., tienen un significado absolutamente nuevo para mí.

No sé en qué momento de la vida comencé a perderme en los predios del idioma, pero hasta donde yo tenía entendido, yo era bastante culta con respecto al tema. Pues ahora resulta que no.

Expongo mi caso con un ejemplo de una conversación hipotética de este tipo de gente:



— ¿Qué pasó, bro?
— Todo chill, bro. ¿Qué tal ese fin?
— Coño, perrito, chilleando con la jeva en Quinta Bar. Marico, me conseguí a (inserte nombre de gente conocida en sociedad, que evidentemente yo no tengo ni la más budista idea de quién es), y andaba con (inserte nuevamente nombre de gente de sociedad). Me debilitó burda verlo con esa jevita.
— ¿Y esa vaina, bro? ¿Por qué no te fluye?
— Coño, marico. Esa relación no tiene sentido. No me la vacilo. Demasiado canalla esa jeva. Me parece full chimbo. No me la tripeo, pues (se quiebra la mandíbula, por supuesto).
— Escaló dark, el pana. ¿Tienes panga?
— Claro, bro. Vamos.
— Brutal, perrix.

Traduzco lo que acaba de suceder:

— ¡Hola! ¿Cómo estás?
— Todo bien. ¿Qué tal estuvo tu fin de semana?
— Pues bien. Salí a relajarme con mi novia en la Quinta Bar. Marico (esto se admite en cualquier etiqueta o subcultura venezolana), me conseguí a (sigo sin conocer a la gente de sociedad, así que ponga usted el nombre) y andaba con (IDEM). No me gusto verlo con ella.
— ¿Y eso? ¿Por qué no te gusta?
— Coño, marico. Esa relación no tiene sentido. No me parece buena idea. Esa chama es muy fea/chimba (sigo sin saber qué significa “canalla”). Me parece chimbo (pasa lo mismo con "marico" y con "chimbo" en Venezuela, esas palabras son socialistas). No me gusta la idea.
— Ese pana la está cagando / se puso fea la cosa (No sé que significa escalar dark). ¿Tienes cigarros?
— Claro. Vamos.
— Chévere.

Entonces yo me pierdo la mitad de las conversaciones que se dan en esta oficina. Destaco también mi preocupación por la salud de estos amigos, porque todos parecieran estar en constante congestión nasal, por su tono y forma de hablar.

En el fondo me los tripeo (comienzo a camuflarme con ellos y entro en pánico). Pero no entiendo la deformación del idioma. Y temo convertirme en algo así.  Ayer me compré unos lentes vintage, y ahora me gusta ese tipo de ropa.


Cuando comiencen a gustarme los gatos, llamen por fa a los pacos, perritos.