Sucede
que hace poco cumplí 29. Sucede que, según los expertos, estoy a un año de
entrar en lo que será la mejor década de mi vida. Maravilloso que así sea.
Sucede,
también, que la mayoría de los mensajes de felicitación llegaron en modo de
códigos binarios transformados en SMS, posts en mi muro de Facebook o frases
por Whatsapp. Sucede que buena parte de esos mensajes no pudieron ser llamadas
porque ya no estamos en las mismas latitudes. Porque cada vez más se me está
yendo mi gente.
La pasé
bien. No puedo negar que la tranquilidad del día de mis nuevas primaveras me
dio tiempo para pensar en muchas cosas. No puedo negar que esos mensajes me
sacaron sonrisas, porque al menos supe de gente a la que ya no tengo cerca.
Pero
estoy un poco rota por toda esta situación. Dentro de poco se me va uno de mis
más grandes afectos, un compañero de esos que son de vida, aunque sea poco el
lapso que tenemos caminando un sendero parecido. Yo evado, porque, como buena
venezolana, no estoy lista para asumir la realidad: yo no estoy preparada para lo
que va a implicar separarme de ese ser. No saber de él, no ensayar con él, no
tenderle la cama después de que se haya quedado a dormir en casa. Porque él
tiene su espacio reservado en mi cuarto.
Mi
mejor amigo se va del país. Y cada día escucho más esta frase. Cada día veo más
lágrimas contenidas. Cada día soy testigo de ese éxodo inminente, reflejado,
incluso, en el tráfico caraqueño.
Ya no
hay tanta cola en la mañana, a menos que sea por un choque. Ya no hay tantas
horas pico. Antes salía dos horas antes para recorrer la ciudad de un extremo
al otro, ahora sólo me tardo una. Ahora siento que somos la mitad de una
ciudad. O la mitad de una mitad, de una mitad, de una mitad. Somos un pedacito.
En eso
nos hemos ido convirtiendo. En un pedacito de algo que una vez fue. Y no culpo
a quienes deciden irse, así como tampoco juzgo a quienes apuestan por seguir
pegados al suiche de la luz, hasta que no quede más remedio que apagarla.
Por lo
menos una vez a la semana escucho, de personas diferentes, sobre planes de partida.
Y luego viene una pregunta que me paraliza sin remedio: “¿Y tú qué vas a hacer?”. No lo sé, honestamente.
Siempre he tenido problemas con el tema del
desapego, y despegarme (y despedirme) de tantas cosas conocidas, me cuesta un
montón. A mí los despechos me duran siglos, y nunca he tenido una relación que
dure más de tres meses. No puedo explicar lo que implicaría un divorcio de una
suerte de matrimonio que ha durado 29 años.
Pensé
todo esto mientras estaba sentada en un banco de la universidad que me formó
como profesional. Esa misma en la que hace 12 años celebré mi cumple, con una
misma persona que me ha acompañado en las buenas y en las malas. Pero me faltó
gente, me faltaron voces, chistes, abrazos de verdad y no virtuales. Y cada día
los gestos de afecto son más virtuales que reales. Y eso me asusta un montón.
No me
asusta tanto como la inminente inseguridad que nos afecta. Como la escasez. Al
fin y al cabo, la tecnología nos acerca al mismo tiempo que nos deshumaniza, y
esa es su gran contradicción. Y los entiendo. Entiendo a todos y cada uno de
los que se han tomado la foto en el piso del maestro Cruz Diez. Y sé que les
esperan muchas cosas buenas, pero yo los voy a extrañar.
Siendo
actriz, me he dedicado a sentir de más, a hacer amigos muy rápido, porque la
naturaleza del trabajo implica una convivencia intensiva que hace que los
procesos se aceleren un poco más. Tal vez por eso extraño de más también.
Yo la
pasé bien en mi cumpleaños. Pero me faltaron voces, horarios sincronizados,
abrazos de pieles que en algún momento fueron mi refugio. Y ahora sé que debo
agregar uno más a la lista.
Y nos
burlábamos del documental de los sifrinitos del Este del Este. Y cuando nos
tocó cerca, demasiado cerca, nos quedamos callados, porque así somos los
venezolanos. Jodemos un buen rato y hacemos chistes que incomodan al otro,
hasta que vivimos lo que vive el otro.
Todo
esto es un gran silencio incómodo de un chiste muy inapropiado.