Yo no soy creyente. Desde hace un buen
rato que no lo soy, y eso lo definí el día que una de las monjas de mi colegio
decidió que yo tenía que confesarme, e intentó obligarme a hacerlo. El cuento
se hizo corto: me di media vuelta y me fui.
Respeto increíblemente a las personas que
creen en cualquiera de las religiones que puedan escoger, por Madonna que lo
hago. Y sé que cuesta entenderlo, pero venga, así soy.
El punto es que el domingo tuve uno de
los episodios más hermosos del año: vi Godspell.
Señor Jesucristo Bendito. Qué buen
espectáculo. Ese grupo de actores puede ser contratado por cualquier iglesia
que tenga a Jesús como su figura principal, y hacer creer hasta al más apático.
Es un poco obvio que yo critico hasta el
pestañeo de la gente. Y cuando veo teatro es peor. Tenía muchísimo
tiempo sin ver algo que realmente me atrapara de la forma como lo hizo este
musical, que, debo decir, no es mi favorito. Y no tengo nada malo que decir al
respecto. Hay detalles, como todo, porque el día que el teatro sea perfecto en
una función, se acabará el mundo. Esa es la magia: la imperfección
humana a la que está sujeto.
Una nena con quien estoy compartiendo
muchísimo actualmente me dijo: “No es mi musical favorito, no me gusta, y los
actores hicieron que me encantara.” Aplausos y risas para este grupo de
jóvenes, extremadamente talentosos, que me hicieron ese regalo el domingo.
Porque es un regalo.
Y juro que no estoy diciendo esto como
una afroamericana que canta en una iglesia. Ni un poco. No me reconvertí, no
soy creyente ahora, pero sí me dieron fe en lo que hago, y en la calidad a la
que se puede llegar en este país.
Para mí, el show no se trata de una
exposición del Evangelio según San Mateo (es el argumento original de la obra),
no. Esto se trata de un juego muy astuto para recordar algo que, desde hace
mucho rato, nos hace falta tener en cuenta. Si usted va a la función, y no
cree, le juro que no va a escuchar un discurso refrito de matrimonio
eclesiástico: va a ir a ver a una gente talentosísima, jugando, creando,
divirtiéndose, y contagiándole todo lo que hacen.
Según el criterio de esta humilde
servidora, ese musical se resume a una de sus canciones: Una hermosa Ciudad. No
voy a decir de qué se trata, porque la idea de esto es que vayan a verlo (las
pocas personas que me lean y que estén en Caracas tienen que darse ese regalo).
Ya todos sabemos cómo termina esta historia, ya Mel Gibson se encargó de
exagerarla hasta la saciedad. No hay sorpresas en el final, pero sí en el modo
(precioso) de contarla.
Quedé absolutamente contenta con este
trabajo, contenta y acomplejada. Porque quiero beber la sangre de todos los
actores a ver si se me pega algo. Los abrazaba a ver si por ósmosis se me
contagiaba el nivel al que llegaron. Mis felicitaciones, mis aplausos, mis
lágrimas honestas y mi sonrisa (con mis 30 kilos de cachetes incluidos) a estos
panas (porque los sientes tus amigos, de lo mucho que tripean en escena) por
este trabajo.
Y un chapeau
bien merecido al equipo de producción. Porque no hay nada más sabroso que saber
que esa gente estudió contigo, y echártelas porque tienes unos excompañeros tan
talentosos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario