domingo, 24 de junio de 2012

Not Defying Gravity

Creo que muchas personas saben que yo tengo un pegue absurdo con un musical llamado Wicked. El que trata sobre la bruja verde del Mago de OZ. Bueno, una de las canciones que ella canta se llama Defying Gravity (Desafiando la Gravedad), y, está demás decirlo, yo amo esa canción. Me he obsesionado tanto con el fulano personaje que hasta hace un tiempo, mi usuario de twitter era "elphie_1510". Ya no, porque eso es muy de principios de siglo. En todo caso, que ese personaje se la pasa desafiando la gravedad, y yo, cual adolescente enclosetada que todavía te soy, asumí esa canción como uno de los himnos de mi vida. Hasta hoy: Hoy no desafié la gravedad, hoy la abracé con cada una de mis extremidades. Me caí. 


La verdad es que yo tenía años que no me daba un mamonazo como el que me di esta mañana. Digamos que mi cuerpo tenía la hermosa costumbre de hacer más que evidentes las leyes de la gravedad, al menos una vez al año, cuando yo era joven y lozana. Sigo siendo lozana y joven, pero antes lo era más pues. 


Recuerdo que una vez iba llegando al colegio, una de esas pocas veces en que estaba llegando justo a tiempo para que no me mandaran a esperar quince minutos en la biblioteca por llegar tarde. Porque en mi colegio existía una cosa tal llamada "cuarto de hora de oración". Los primeros 15 minutos de tu día los destinabas a rezar, y si llegabas tarde, pues... No te dejaban hacerlo. Qué castigo. Yo siempre llegaba tarde. 


El asunto es que un día iba llegando temprano, por cuestiones milagrosas de la vida y el tráfico, y hasta estaba fresquesita y limpiecita como un sol. No estaba tan dormida. Y en eso, no veo un montón de hojas espaturradas y babosas en el piso y zácata, rodé... Con falda, sin short por debajo, rodé. Tenía una hermosa banda a lo Miss Venezuela, pero hecha de barro, que me cruzaba toda mi chemisse azul. Recogí mi dignidad del piso, me sacudí la vergüenza de la falda (y de las pantaletas) y comencé a caminar cojear hacia el inevitable destino que implicada empezar las mañanas a las 7:30. 


Mi madre no iba a permitir que su hija anduviera como una mamarracha por la vida (pobre, no sabía lo que le venía) y me mandó a montarme en el carro de nuevo para volver a la casa y cambiarme. Volví a perderme mis 15 minutos de encuentro con la monja que creía que era lesbiana. 


Y luego de esa caída, de los raspones respectivos en el brazo y rodillas, descubrí que desde pequeña, a mi cuerpo le daba por ver qué tan cierto era eso que decía Newton con su fulana manzanita. Porque al menos una vez al año yo iba pa'l piso. El más humillante fue cuando me caí disfrazada de dama antañona en tercer grado. Porque se me fue el glamour. Un signo del destino, ahora que lo veo. Y una metáfora completa digna de una tarjeta escrita por Paolo Coehlo: 


Si te caes, dejas la dignidad en el piso y la gracia se va de tu vida. Pero levántate y sigue adelante con la frente en alto. 

Claro, sobre todo cuando levantarse implica cojear por un rato y deshacerse de las méndigas hebras de hilo que se te incrustan en tu piel al rojo vivo. Pero eso, que hoy me caí. Y me caí de la manera menos grácil posible. Me tropecé con un escalón que no vi (eso me pasa por estar despierta un domingo a las 9:00 am) y hasta ahí me llegó la dignidad. Hasta el agua que tenía en la mano salió volando de la vergüenza. 


Al menos estaba sola. Nadie vio el espectáculo y me mantuve digna hasta que llegué a mi casa.  Pero esa linda sensación del raspón que arde durante todo el día y que te recuerda a tu infancia me la podría haber saltado. Lo que sí sigue siendo vigente es que el dolor no se me quitó sino hasta que mi mami me dio un beso en la rodilla (inserte aquí voz de "Boo", la de Monsters INC). 


Hay cosas que uno, simplemente, va a llevar toda la vida en el cuerpo. Y la atracción hacia el piso parece ser una de ellas. 

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