lunes, 4 de marzo de 2013

Jugando con Dios


Yo no soy creyente. Desde hace un buen rato que no lo soy, y eso lo definí el día que una de las monjas de mi colegio decidió que yo tenía que confesarme, e intentó obligarme a hacerlo. El cuento se hizo corto: me di media vuelta y me fui.

Respeto increíblemente a las personas que creen en cualquiera de las religiones que puedan escoger, por Madonna que lo hago. Y sé que cuesta entenderlo, pero venga, así soy.

El punto es que el domingo tuve uno de los episodios más hermosos del año: vi Godspell.

Señor Jesucristo Bendito. Qué buen espectáculo. Ese grupo de actores puede ser contratado por cualquier iglesia que tenga a Jesús como su figura principal, y hacer creer hasta al más apático.

Es un poco obvio que yo critico hasta el pestañeo de la gente. Y cuando veo teatro es peor. Tenía muchísimo tiempo sin ver algo que realmente me atrapara de la forma como lo hizo este musical, que, debo decir, no es mi favorito. Y no tengo nada malo que decir al respecto. Hay detalles, como todo, porque el día que el teatro sea perfecto en una función, se acabará el mundo. Esa es la magia: la imperfección humana a la que está sujeto.

Una nena con quien estoy compartiendo muchísimo actualmente me dijo: “No es mi musical favorito, no me gusta, y los actores hicieron que me encantara.” Aplausos y risas para este grupo de jóvenes, extremadamente talentosos, que me hicieron ese regalo el domingo. Porque es un regalo.

Y juro que no estoy diciendo esto como una afroamericana que canta en una iglesia. Ni un poco. No me reconvertí, no soy creyente ahora, pero sí me dieron fe en lo que hago, y en la calidad a la que se puede llegar en este país.

Para mí, el show no se trata de una exposición del Evangelio según San Mateo (es el argumento original de la obra), no. Esto se trata de un juego muy astuto para recordar algo que, desde hace mucho rato, nos hace falta tener en cuenta. Si usted va a la función, y no cree, le juro que no va a escuchar un discurso refrito de matrimonio eclesiástico: va a ir a ver a una gente talentosísima, jugando, creando, divirtiéndose, y contagiándole todo lo que hacen.

Según el criterio de esta humilde servidora, ese musical se resume a una de sus canciones: Una hermosa Ciudad. No voy a decir de qué se trata, porque la idea de esto es que vayan a verlo (las pocas personas que me lean y que estén en Caracas tienen que darse ese regalo). 

Ya todos sabemos cómo termina esta historia, ya Mel Gibson se encargó de exagerarla hasta la saciedad. No hay sorpresas en el final, pero sí en el modo (precioso) de contarla.

Quedé absolutamente contenta con este trabajo, contenta y acomplejada. Porque quiero beber la sangre de todos los actores a ver si se me pega algo. Los abrazaba a ver si por ósmosis se me contagiaba el nivel al que llegaron. Mis felicitaciones, mis aplausos, mis lágrimas honestas y mi sonrisa (con mis 30 kilos de cachetes incluidos) a estos panas (porque los sientes tus amigos, de lo mucho que tripean en escena) por este trabajo.  

Y un chapeau bien merecido al equipo de producción. Porque no hay nada más sabroso que saber que esa gente estudió contigo, y echártelas porque tienes unos excompañeros tan talentosos. 

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