lunes, 25 de febrero de 2013

Ciertos reencuentros de fin de semana

Yo sufro de ansiedad. Y eso, sin duda, es algo hereditario. Mi madre es más nerviosa que cualquier fanático de fútbol en penales, y he luchado contra eso, pero últimamente me resulta demasiado difícil no ser presa del miedo y que eso me domine. Y lo detesto. 

Una dramaturga/cantante/actriz/directora/todera venezolana, llamada Mariana Cabot, escribió hace un ratito una obra donde había un personaje que describe mi situación al pelo. En verdad casi todos me describen, pero hay uno que se deja consumir por la inseguridad y todo el asunto. Y en verdad, me he dado cuenta de que ya casi ni salgo de mi casa, porque me da miedo. Porque tengo que calcular a qué hora más o menos estaría regresando, para saber qué tan cerca de mis cuerdas vocales estarían mis ovarios al momento de salir de algún sitio. 

Y hay gente que no es así, y yo eso lo aplaudo. Y por un rato, durante la semana pasada, me permití no ser así. Resulta que participé en la inauguración del Festival de Teatro de Caracas. Una cosa maravillosa, a mi parecer, porque pone el teatro al real alcance del público.

Y yo lo asumo dignamente, yo tenía muchísimo tiempo sin ir al centro de mi ciudad, porque ahí me pierdo, todo me parece igual y no distingo nada. No, no es sifrinería, es que en serio he tenido las cosas bastante cerca, y yo duermo mucho: ir al centro implica despertarse temprano. Ya lo había visitado antes de esta oportunidad (antes y después de los respectivos cambios), pero ahora tuve más tiempo de detallar ciertas cosas. 

Y me revolví. Por un lado, el proyecto de convertir el centro de Caracas en "Ciudad Teatro", me parece hermoso. Los teatros más hermosos de mi ciudad (sin ofenderse, Teresa, sabemos que tú eres la reina del arroz con pollo con toda esa majestuosidad) están allí. Les hicieron tremendos cariñitos a esos panas. Están hermosos. 

Y por otro, no dejaba de mirar a los lados. De esconder mi cartera. De revisar los mensajes del celular dentro del bolso. Y eso lo hago en todas partes. Y me sentí mal, porque le agarré un miedo terrible a una ciudad que todavía tiene cosas por ofrecer. Y me di cuenta de lo encerrada que estoy en un sitio que tiene cosas tan bonitas. Escuché comentarios tontísimos, otros absolutamente oportunos. Pero el estómago revuelto era conmigo misma, con mis prejuicios, con mis miedos y mi estupidez. Con mi absoluta incapacidad de arriesgar(qué raro, Patricia). 

Y luego me dejé de tonterías y me disfruté la experiencia. Gritar "¡Zamora!" a todo gañote, en el teatro Municipal, con un montón de gente aterrada porque me veía así: 


No tiene precio. 

Y regresé contenta a mi casa, porque sentí la bienvenida de una zona que pensé que me rechazaba (recíproca la relación)  y brindé por ella con un vino al final de la jornada. Terminé ese día dándome un chance para respirar ese ambiente y sonreírle de lejos a una chama que conocí hace tiempo, esa pana a la que no le importaba demasiado pensar en la violencia de su ciudad. Y me sentí un poco más tranquila. Y me dije: capaz, capaz y nos podemos llevar mejor. 

Sólo por ese día, decidí no revisar los titulares de ningún periódico. 

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