sábado, 8 de octubre de 2011

Primeros días en el nuevo mundo


Evidentemente ha sido bastante diferente todo esto. Me refiero al hecho de que establecerme en un lugar completamente nuevo es una tarea algo titánica y nueva para mí, porque siempre había tenido todo demasiado fácil. El primer día de mi llegada a Inglaterra fue absolutamente sobrecogedor, tengo la fortuna de estar con una de las mejores personas que conozco, y eso se agradece infinitamente. El shock cultural no fue tan terrible gracias a esta mujer que decidió, por mera voluntad de la buena, hospedarme en su casa hasta que consiga a dónde correr.

Eso no pasa. Simplemente ya no hay gente así, y mucho menos gente venezolana así. Es difícil tener que hablar sobre la situación de mi país, porque para esta gente del primer mundo resulta inconcebible que haya tanta inseguridad y tanto desorden en Venezuela, sin embargo, siento la necesidad de decir lo que está pasando en mi tierra (apenas pasas inmigración comienzas a sentir un patriotismo nunca antes manifiesto), porque la gente debe saber que nada de lo que se dice afuera es cierto. No por los medios oficiales.

Por ahora, sí quiero volver, y por ahora soy más venezolana que nunca. La única latinoamericana en todo mi curso, así que debo dejar en claro de qué va el guaguancó latino.

El primer fin de semana fue absolutamente abrumador. Conocer Londres, llegando de un viaje titánico de 12 horas, es una de las locuras de mi lista, por supuesto, no the top madness, pero sí una de las que considero importantes ahora. Londres es una ciudad demasiado rápida en cuanto a ritmo de vida, y más cuando tienes un amigo ansioso por verte y mostrarte todo lo que hay que ver en un solo día. Caminé por 12 horas, aproximadamente, teniendo un break de apenas 3 para ver, finalmente, el musical que me mueve la vida, el piso, la cabeza, las piernas: Todo.

Evidentemente, siendo tan romántica como el resto de los latinos, lloré muchísimo al entender que estaba ahí, en medio de aquel teatro verde, sentada en un buen asiento y preparada para embarcarme en la aventura de disfrutar mi primer musical en inglés, al estilo Broadway pero con la elegancia del West End londinense. Otro peo. Simplemente fue otro peo.

 Yo tuve la dicha de ver Cats cuando fueron a presentarse en el Teresa Carreño, pero es que no es lo mismo. No, no le estoy quitando mérito a uno de los musicales más conocidos en la historia de la humanidad, no. Es que se nota que cuando estás de gira te tienes que adaptar a lo que venga. Por eso los teatreros sabemos hacer de todo, en especial los que estamos del otro lado del atlántico.  No me voy a detener a explicar la experiencia de ver Wicked, porque es algo que simplemente yo no puedo entender todavía, y es algo que todavía no concientizo que sucedió en mi vida, a tan corto tiempo de haber llegado al nuevo mundo.

Por supuesto, ya las plumas de mi penacho de india se han meneado en repetidas oportunidades: entender que en el aeropuerto de Frankfurt tenía que meter la mano en una máquina, en el baño, para que se me secaran, fue un proceso, porque pensé que ese perol era un pote para la basura. Y así, unas cuantas cosas más. Digamos que las duchas de este país no están hechas para “bottoms” tan grandes como el mío, así que agacharme a agarrar el shampoo o el jabón implica, necesariamente, un coñazo contra la pared de la ducha.

Nos quejamos del estado del transporte en Venezuela, y sí, sin duda tiene muchas fallas. Pero coño, el asunto del precio aquí es como absurdito. Así como entender que tienes que aprender a leer mapas y buscar dónde coño es que estás parado. No es que pasan camioneticas todo el tiempo, evidentemente, es que tienes que saber cuál es el autobús que tienes que tomar, el número pues, su ruta y rogar a lo que sea para que tenga la maquinita que dice cuál es la siguiente parada, porque si no, básicamente, te estás bajando en una calle que se ve exactamente igual a las otras demás calles.

Entender que “subir” por una calla ahora implica ir en dirección contraria es todo un reto al conocimiento. Uno parece pajarito en grama mirando para todos lados, asegurándose de que no venga un carro y te convierta en una estampilla.

El primer día de clases no me sentía en la universidad, me sentía en el preescolar mirando aquella gigantesca cosa que hacen llamar el campus, pero sin la mano de mi madre al lado, ni los subsiguientes tacones alejándose de mí. Todo es tan organizado acá que cuesta muchísimo adaptarse pero ahí voy, poco a poco. Lo único que debo saber es que si me pierdo, tengo que ir a Churchill Square, porque de ahí sale todo el mundo y por ahí sé dónde estoy.

He tenido mis altos y bajos, he tenido mis momentos de gritos histéricos (cuando estás en el Big Ben y suenan las campanadas de la hora, tienes que gritar histéricamente al darte cuenta de que, de hecho, estás en un lugar que nunca pensaste pisar en tu vida) y he tenido mis momentos de clima gris, lluvioso y lleno de ráfagas de viento que hasta una retaca gordita como yo se puede llevar de lado.

No, no es fácil, y esto de crecer cuesta una bola, parte de la otra y como 300 más prestadas. Cuesta los ovarios, el útero y todas las hormonas acumuladas por demasiados años.

Pero, realmente, lo que me preocupa es perder mis ojos. Coño, porque se me van con tanto papasito bueno que hay en este país. Parecen hechos en fábrica. No. No tiene sentido. Yo muero por los catires (rubios), y de eso abunda en esta tierra. Hay tantos rubios como confusiones en mi cabeza, y eso ya es demasiado.

 Tengo demasiadas cosas que arreglar todavía, pero, hasta ahora, lo único que puedo decir es que darte cuenta de que creces, conocerte, es casi tan abrumador como la lluvia moja bobos de todos los días.

Sí, esto me va a hacer bien. Sin duda. Pero tengo que echarle bolas.

No hay comentarios: